El verbo mas devastador Manuel Lasso
En un momento de nuestras vidas lo que uno decÃa era detestado y atacado por el otro con gran ferocidad y resentimiento. La mera mención ​del buen tiempo nos podÃa empeñar en una discusión que podÃa durar dÃas. Con cada desacuerdo, mi adorada esposa y yo, aprendimos a decirnos palabras más hirientes. Confieso y me averguenzo ahora por haber usado mi verbo devastador para atacar sus principios más vulnerables con toda mi furia e inmisericordia.
Ella hacÃa lo mismo; pero yo habÃa adquirido una habilidad especial en herirla con mi verbo más despiadado. Después de los pleitos ella se quedaba malherida y desconsolada por varios dÃas. Esta mórbida relación empeoró al punto que nuestras discusiones terminaban en lamentos y sollozos que parecÃan no tener alivio. Nos dejábamos de comunicar por cierto tiempo; pero luego de ese lapso nos volvÃamos a echar de menos. Nos buscábamos arrepentidos y regresábamos a abrazarnos y a expresarnos nuestros sentimientos de amor perpetuo. Entre lágrimas y caricias tratábamos de encontrar la razón por la que caÃamos en esos conflictos y discusiones dañinas.
Me dediqué a buscar alivio en el vino; esto empeoró nuestras relaciones. Con la botella de etiqueta plateada en el bolsillo me fui de casa varias veces dando portazos con la intención de abandonarla para siempre. Luego que mi reloj marcaba el paso de las horas mi espÃritu belicoso se aplacaba y era poseÃdo por una gran apacibilidad y por un deseo irreprimible de verla con gran premura. Retornaba con el remordimiento de haberla ofendido del modo más vituperable. Fue durante esa época que empecé a culpar a mi lengua maldita por no saber cohibirse en los instantes de mayor indignación. Ah, si sólo hubiese podido arrancármela en ese momento.
Pero lo mismo sucedÃa incesablemente. Primero un acceso de irascibilidad; luego una discusión sin fundamento. Una crisis y un ataque violento. Un dolor; un lloriqueo. Despues, un alejamiento que mitigaba el alma. Posteriormente, una reconciliación pasajera.
Fue en uno de esos episodios, en que agitado por el alcohol y poseÃdo por una furia irreprimible, de la que me arrepiento ahora con mucho desasosiego, volvà a pronunciar una de esas palabras que más la agraviaban. En su abatimiento y rabia, sintiéndose incapaz de seguir tolerando la malignidad de mi verbo y de continuar compartiendo una vida tan dolorosa, ella decidió poner fin a su existencia. Buscó con la mirada el cuchillo de la cocina, lo aferró con despecho y sin ninguna conmiseración trató de hundÃrselo en el vientre. Se apuñaló varias veces, cada vez con mas fuerza; pero el grozor de su vestido no le permitió herirse. Estupefacto y atemorizado a la vez por su acción traté de darle una lección. Con esfuerzos logré arrancarle el rutilante cuchillo de las manos; luego tiré de mi lengua y de un feroz movimiento la cercené. Al bajar el arma me dà cuenta que todavÃa estaba unida al fondo de mi boca y con otro raudo corte la separé por completo.
Con ojos enloquecidos me miré en el enorme espejo de marco dorado que habÃa en la pared. Observé mi boca a oscuras que se cerraba y se abrÃa; la sangre que humedecÃa mis labios y mis barbas negras. Mi mujer perturbada lanzaba gritos de espanto mirando al espejo y abrazando a mi hija que acababa de llegar atraÃda por los gritos y los forcejeos. Las dos miraban espeluznadas a mi rostro y luego se estrechaban lloriqueando. Permanecà de pie por un momento, con el gesto arrogante, empuñando con una mano el arma blanca y con la otra, mi lengüezuela. Puedo asegurar que no sentà ningún dolor ni molestia durante esos instantes, absolutamente ningún dolor.
Tan pronto como pude hacerlo busqué ayuda en un sanatorio local donde me curaron la herida mirándome con gran recelo y suspicacia como si fuese yo un loco. Luego con el espÃritu cansado, pensando que ya no habrÃan más discordias, me fui a caminar por un terreno descampado, pateando las piedrecillas del camino con la punta de mis botines de charol negro. Tras encontrar el lugar adecuado enterré mi detestable apéndice y planté encima un letrero que decÃa: "Aquà yace la lengua maldita que causaba dolor cuando hablaba a la mujer amada."
Tengo las barbas negras bien recortadas y la nariz aguileña; mis ojos hermosos, brunos y vivÃsimos por momentos lanzan destelladas de tristeza. Desciendo de duques y marqueses. Soy más pequeño que grande y tengo un cuerpo algo desmirriado y endeble; pero poseo un conocimiento de técnicas amatorias que pueden hacer delirar de placer a cualquier mujer. Desdichadamente muy rara vez me encuentro con alguien que pueda darse cuenta de esto. Hay algo, en mi rostro de irreprochable caballero y en mis gestos de respetable noble, que encubre y no permite ver mi apasionamiento libidinoso y feroz.
Es innecesario decir que este horrible incidente cambió mi vida para siempre. Al no poder hablar, mi estado de vigilancia y mi concentración se intensificaron. Mi pluma corrió con agilidad, rasgueando ruidosamente sobre el papel. Mi palabra escrita desarrolló una gran fuerza lÃrica y adquirió un mejor estilo. Al mantenerme callado pude expresar mis ideas con más exactitud y rigurosidad. Fue un balance nuevo entre la palabra oral y la escrita. Cuando una feneció, la otra se invigorizó.
Acudà a las ciencias ocultas y al arte necromántico de prestigiosos galenos buscando un alivio para lo que habÃa causado mi locura. Pensé que me darÃan linimentos como las que se dan para tratar las heridas después de las batallas. En otros momentos creà que me proveerÃan con bálsamos como los que Avicenas preparaba, despues de calcular con un astrolabio la posición de los planetas. Aparentemente mis ilusiones desbordaban los linderos de la realidad porque estos practicantes de las artes de la curación, más por falta de conocimientos que por mala voluntad, no me pudieron dar ningún alivio.
Me examinaron numerosos fÃsicos e hidrópatas entrenados en las mejores universidades de Europa. Con gesto indolente observaron dentro de mi boca penumbrosa y vacÃa; algunos con el rostro arrugado y la barba entrecana; otros con las mejillas rubicundas recién afeitadas, mirando a través de sus brillantes espejuelos de marco metálico y dorado.
Me introdujeron en la boca unos dedos que olÃan a desinfectante y me palparon el movedizo y escurridizo muñón que habÃa quedado dentro. Pellizcaron y tiraron del remanente repetidas veces tratando de alargarlo. Uno de ellos, inmisericordemente, me lo sacudió con violencia hasta provocarme un agudo dolor. Luego, con el mismo rostro insensible, a pesar de mi aflicción, me ordenó sonreÃr, levantar mis pobladas cejas intrigadas y arrugar mi frente pálida. Tuve que seguir con la mirada los movimientos cabalÃsticos que trazó en el aire con sus dedos. Todo fue en vano. Nadie pudo demostrar una maniobra que fuese capaz de devolverme lo perdido. Mas bien todos fueron pródigos en enunciar excusas. Uno explicó que unos nervios desconocidos e infinitos habÃan sido dañados para siempre por el impiadoso filo de la navaja. Otro muy acongojado habló de la regeneración imposible de las fibras musculares. Aún otro, muy molesto, me distinguió como el único culpable de todo lo que me habÃa sucedido. Furibundo me gritó: "¡Quién le mandó a usted a cortársela! ¿Para qué hace estupideces?" Y recogiendo su negro maletÃn de médico se marchó de la habitación indignado y caminando casi con violencia. En ocasiones la ignorancia tiene la virtud de enmascararse con frases de mucho ingenio y de cubrirse con mantos de dignidad genuina.
En casa, paulatinamente, me acostumbré a mi silencio. SolÃa deambular de una habitacion a la otra, callado como una sombra; me agradaba sentarme quedamente, con pluma y papel en mano, en mi sillón de cuero. Las discordias con mi cónyugue dieron paso a la tranquilidad y a la paz. De esos dÃas sólo recuerdo de ella su rostro lÃmpido y hermoso y el collar de un solo diamante que colgaba sobre su pecho. No se volvieron a escuchar más las incivilizadas discusiones. Mi mujer y mi hija, ya recuperadas de la tragedia, dejaron de prestar atención a mi triste condición y conversaron como si yo no existiese. Hablaban de los hermosos vestidos de seda verde esmeralda que lucirÃan en la primavera y trataban de cerciorarse si los rubÃes de la India eran los mejores que existÃan para hacer collares dignos de una dama de linaje; sobre todo discernieron con ahÃnco y excitación si la guapura y la gallardÃa del novio que le convenÃa a mi hija era más importante que la renta y los tÃtulos que poseÃa. Platicaban y se reÃan entre ellas como las dos buenas amigas que siempre habÃan sido. Hablar conmigo se habÃa convertido en algo innecesario.
Todos los domingos después de misa yo daba una caminata apaciguante y solitaria. Sin que nadie lo supiera llevaba flores frescas al lugar donde se encontraba enterrada mi lengua. Un dÃa encontré el paraje profanado. Me quedé bastante sorprendido. El cartel que yo habÃa plantado estaba destrozado y se habÃa arrojado basurilla por todos lados. Con una lucidez que me espantó momentaneamente concluà que alguien más conocÃa mi secreto.
Lamenté no poder cantar la Recóndita ArmonÃa de Puccini como solÃa hacerlo antes. Desde mi juventud habÃa entonado con voz de tenor toda clase de canciones; pero ésta era la que mejor modulaba con una impostación tan poderosa que la sonoridad emitida estremecÃa mi pecho de tal modo que mi cuerpo entero parecÃa estar a punto de derrumbarse.
Lo que me devastó enormemente fue el no poder ver más a la magnÃfica amante con quien sostenÃa relaciones desde hacia cierto tiempo. Confieso y me arrepiento aquà de este aspecto morboso de mi personalidad. Era ella una refinada soprano de senos espléndidos y de carácter jovial, con quien en incontables ocasiones hicimos el amor, lasciva y lujuriosamente, cantando a dos voces, entre gemidos de placer y espasmos de pasión incontenible, arias como la Habanera de Carmen.
L'amour est un oi-seau re-bel-le…
Preocupada al no saber nada de mà por varias semanas me buscó persistentemente. Al principio me negué a verla. ¿Cómo darle un beso apasionado si la anhelada lengüeta yacÃa lejos, debajo de la tierra? ¿Cómo susurrarle al oÃdo en los momentos mas extasiantes cuando el órgano formador de fonemas ya no existÃa? Sin embargo con el tiempo mi vicio inveterado por sus caricias poco a poco hizo desvanecer mis resistencias y convirtió a mis escrúpulos en inexistentes. Un buen dÃa me encontré buscándola por las calles por donde solÃamos pasear, con la melodÃa de Habanera resonando obstinadamente dentro de mi cabeza, introduciéndome con forcejeos en los camarines de los teatros de ópera donde ella cantaba y asomando la cabeza en los cafetines donde se reunÃan los artistas. Hasta que un dÃa la encontré. Al descubrir que yo estaba cerca de la entrada ella, con el rostro maquillado y con el disfraz de AÃda, dejó la copa de absinthé cerca de la botella. Mirándome fijamente abandonó su mesa y corrió hacia mÃ. Su mirada tenÃa una mezcla de admiración y tristeza. Avanzó hacia mà a toda velocidad hasta que colisionamos y nos abrazamos casi con violencia. Nos besamos con nostalgia en medio de la ruidosa muchedumbre. Se emocionó mucho. Sollozando me contó que no habÃa dejado de pensar en mà en todo ese tiempo, que me recordaba constantemente y que mi imagen era comouna fuerza que no la dejaba pensar en otra cosa que no fuese yo. Que deleite le inundaba el alma cuando pensaba en mÃ. Con mucha ternura acarició mis labios con sus dedos enguantados y me besó repetidas veces. Fuimos a su casa y volvimos a hacer el amor y nos bienquizimos con mayor pasión; pero esta vez la gente que pasó frente a su casa, persignándose, sólo escuchó su voz de soprano entonando las arias de trasanteayer. Yo la amé en silencio y recorrà a besos todo su cuerpo.
Cuando comprendà que a pesar de mi tragedia mi vida volvÃa a los carriles de antes y pasaba el dÃa sentado en mi sillón preferido, rememorando con rostro sonriente los placeres que me proporcionaba mi amante, sucedió algo inesperado. Una madrugada, al final delinvierno, mientras dormÃa, sentà un calor inusitado en una mejilla. La placidez del sueño me impidió despertar inmediatamente. Como la intensidad del calor se tornó irritante abrà los ojos y descubrà que la habitación se encontraba en llamas. Empezó a escucharse muy suavemente la voz de una soprano entonando el comienzo de Habanera… L'amour est un oi-seau re-bel-le que nul ne peut ap-pri-voi-ser…Me erguà casi con violencia. Mi esposa dormÃa en la otra cama cerca de la puerta; pero seguÃa descansando plácidamente. La quize despertar y traté de gritar; pero no pude emitir ningún sonido. La voz de la soprano incrementó su intensidad… Et c'est bien en vain qu'on l'ap-pel-le, S'il lui con-vient de_re-fu-ser… Creà estar soñando; empero la música era real y se intensificaba mientras que el incendio arreciaba más.
Me embargó la exasperación cuando repentinamente una descomunal llamarada se interpuso entre nosotros. Impotente, temiendo que algo grave le sucediese a mi esposa, traté de gritar con todas mis fuerzas; sin embargo nada se produjo… Rien n'y fait, menace ou pri-e-re, L'un par-le bien, __l'autre se tait… Lo volvà a intentar; pero sin ningún resultado. La melodÃa de Habanera se escuchó con gran intensidad…L'a-mour!____l'a-mour!_____l'a-mour!…
Impulsado por la gran desesperación de ver a mi amada esposa en peligro lo volvà a intentar con un supremo esfuerzo. Esta vez un grito de tenor exclamando su nombre se escuchó por toda la alcoba en llamas. En medio de la humareda ella despertó aterrada. Se levantó llorando con las mejillas encendidas tosiendo con el humo. Me gritó: "¡Amor!" y me quedó mirando con pánico mientras que yo le hacÃa señas para que se fuese… Et cest l'au-tre que je pre-fe-re, Il n'a rien dit;___mais il me plait… No le pude escuchar más porque la melodÃa del aria se volvió casi ensordecedora. Entonces abrà los brazos en cruz y me dejé caer lentamente sobre la candela… L'a- mour!____l'a-mour!____l'a-mour!…
Mi amada esposa no pudo escapar de las llamas a pesar de mis gritos y mis esfuerzos. Fue enterrada dos dÃas después por mi acongojada hija tras un velatorio muy breve. Yo sufrà terribles quemaduras. Al principio todos hicieron uso de sus conocimientos para salvarme. Al concluirse que mi existencia no se podrÃa prolongar más llamaron a un piadoso sacerdote quien me aplicó los santos oleos sobre la frente sudorosa y rezó unas oraciones en latÃn que no pude entender bien mientras que se escuchaban las campanadas largas de una iglesia lejana.
En el instante en que casi delirante y haciendo esfuerzos por respirar me consolaba pensando que por lo menos partirÃa llevándome el recuerdo de mi esposa adorada con su rostro lÃmpido y hermoso, apareció mi hija vestida de luto. Fue muy reconfortante verla. Se aproximó a mi cama y con voz calmada y la mirada tierna me dijo, mientras jugueteaba con el borde de mi camisón de enfermo:
"Cuando te quedaste sin habla, papá, me alegré mucho. Pensé que ya no le cantarÃas más arias a tu amante. ¿Te acuerdas? Pero no te enmendaste… no. Qué te ibas a enmendar. Yo te seguÃa cuando ibas a su casa. ¿Nunca te diste cuenta? Me sentaba en las gradas de la entrada y con mucho pesar los escuchaba cantar a dúo. ¡Qué hermosas voces!… Recuerdo el dÃa en que ella te cantó el Mon Coeur s'ouvre a toi delSansón y Dalila y tú le respondiste con el E lucevan le stelle de Tosca. Otras veces le cantabas La donna e mobile. Que tal manera de amar y tu le decÃas a mi madre que sólo la amabas a ella. ¿Te recuerdas? Sólo a ella… Últimamente solo oÃa cantar a tu querida; pero sabÃa que tú estabas dentro… amándola… Por eso profané tu lugar secreto y pateé tu lengua, papá… Lo pisoteé. Y el otro dÃa yo provoqué el incendio… ¿Me escuchas?… Yo le prendà fuego a las cortinas de tu alcoba… ¡Escucha, papá! ¡Abre los ojos! ¡No los cierres!… Yo puse la música en el tocadiscos… Habanera… ¿Comprendes?… No sabÃa que mama estaba allÃ. Pensaba que habÃa ido a visitar a tÃa Lucrecia. Por todo esto te pido perdón, papá… Todo tu perdón… En fin… Siento mucho lo que hice; pero por lo menos ahora estoy convencida de que mi madre ya no tendrá rivales… Debo de irme… TodavÃa tengo que hacer algo. Tengo que terminar con esta tragedia. Que descanses, papá… Buenas noches, mi adorado papá… Buenas noches."
Me besó en la frente y se apartó forzando una leve sonrisa. Dio media vuelta y se fue. Sin hacerse anunciar, la melodÃa de Habanera irrumpió en mi mente. L'amour est un oi-seau re-bel-le que nul ne peut ap-pri-voi-ser…Yo me quedé furibundo, con el rostro quemado y grasoso, ahogándome y respirando con desesperación, lleno de ampollas, invadido por una creciente rabia que alcanzaba el predio del odio. A pesar de la terrible calentura y de la debilidad, seguà a mi hija con mis ojos desorbitados y enloquecidos; vi que le hacÃa una venia a la monja que se encontraba cerca de la puerta. Caà en un sopor inesperado. Pero instantes después al abrir los ojos vi al capellán que estaba agachado con su cabeza muy cerca de mi oÃdo y me estaba explicando con el gesto más dulce del que podÃa echar mano que mi hija se habÃa arrojado al barranco y que estaban recuperando su cuerpo en esos momentos. Más horrorizado aún por la noticia, como si no pudiese comprender bien lo que estaba sucediendo, con mi boca muy abierta y vacÃa, respirando con gran dificultad, me pregunté:
"¿Quién en realidad tiene aquà el verbo más devastador?"
Mientras tanto el aria prosiguió resonando con su tono más sublime. L'a- mour!____l'a-mour!____l'a-mour!… ​
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